Diseño participativo en el espacio público con niñas y niños

Diseño participativo en el espacio público con niñas y niños: herramientas para construir autoestima y afectividad colectiva con nuestro entorno

Maritza Villalobos

Maritza Villalobos es arquitecta egresada de nuestra casa de estudios, posee estudios de posgrado en Planificación territorial y urbana por la Universidad Politécnica de Catalunya. Es coordinadora urbana en el programa Quiero mi Barrio de Ñuñoa, Villa Rebeca Matte. Es integrante de la red Mujeres por la Ciudad y Presidenta del Comité de arquitectos y arquitectas jóvenes del Colegio de Arquitectos de Chile. Este ensayo ha sido difundido en el capítulo nro 8 del programa en formato podcast “Mujeres, la ciudad es nuestra” de la Red de Mujeres por la Ciudad.

Sabemos que las ciudades no son neutras, que el espacio público que habitamos no lo es, y que en ella se reflejan las dinámicas de poder. Pero poco conversamos de como esos espacios compartidos, no sólo construyen un área pública para una vida comunitaria, sino además contribuyen a la autoestima de una vida particular, desde nuestras propias singularidades. No es menor que nuestro paisaje sea un paleta cromática café-grisasea, o un espectro de verdes intensos. No es menor el ruido, no es menor el color, no es menor el paisaje. Porque es en ese sentir, en esa lógica estética entre mi corporalidad y mi entorno, es donde genero afectos. La afectividad es colectiva y la colectividad es afectiva como diría Pablo Fernandez, quién además nos dice que la afectividad es coextensiva de la sociedad, y de las ciudades y de la cultura.

Por tanto, si nuestros barrios o nuestra villa, son un reflejo de una dinámica social, quiere decir que los afectos, que sólo tienen formas y no pensamientos, tienen la forma de nuestra cultura, es decir de nuestras ciudades. Es por esto que insisto, que aquello que construimos para la vida común, no sólo da pie para la vida social, sino que es también el origen para construirnos como individuos. El espacio público es también merecedor de cómo nos valoramos, de nuestra seguridad y nuestro orgullo. Es por eso que cuando el espacio público está precarizado no sólo vuelve frágil nuestras redes comunitarias, sino que también vulnera nuestros afectos. Y es aquí donde nos debemos preguntar: Mujeres y hombres, ¿se relacionan afectivamente con el espacio público por igual?

La respuesta es un rotundo NO.

Partiendo, por nuestra relación con el espacio público por el mero hecho de ser mujeres, lo habitamos diferente no porque seamos diferentes, sino porque se nos excluyó de la vida pública, y se determinó con la división sexual del trabajo que el ámbito privado era nuestro espacio de acción. Esta dicotomía trae como consecuencia que el espacio público se diseñó sin nosotras y no para nosotras, y cuando nos apropiamos de él, somos testigos y victimas de las consecuencias de la sexualización del cuerpo y de la nula participación del Estado en el rol de los cuidados en el espacio público. Entonces, si nuestra participación en lo colectivo ha sido oprimida, quiere decir que la afectividad colectiva de las mujeres con su ciudad, y la ciudad con sus mujeres también ha sido reprimida. No sólo se nos ha excluido el derecho de habitar lo público, sino también al goce, se nos reprimió el afecto que sólo puede ser construido en sociedad. ¿Y cómo hacemos para construirlo entonces? Debemos repensar lo público, permitiéndonos integrar la voz de todas y todos en el proceso de diseño.

Desde el programa de recuperación de barrios, hemos aplicado metodologías con perspectiva de género, en el proceso de diagnóstico que nos ha funcionado y quiero compartirles:

Es importante al diagnosticar, no sólo considerar el género, sino además incluir la edad como variable de análisis al momento de realizar una cartografía social de quienes habitan un barrio. Porque si las mujeres hemos sido excluidas del proceso de diseño en torno a las ciudades, las niñas durante mucho tiempo también fueron olvidadas como sujetos que habitan el espacio público, principalmente el espacio de juego.

Ya a mediados de los años 90, geógrafos y geógrafas comenzaron a interesarse por las geografías de la infancia, estudiando cómo se comportaban y cuál era su incidencia en el uso del espacio público. Estos estudios arrojaron que el uso y la apropiación del espacio ha disminuido con el tiempo debido a la incorporación de la tecnología en nuestras vidas, ya que pasan más tiempo viendo televisión, Netflix o videojuegos. Además, y este dato no es menor, se comprobó que las niñas y niños usan el espacio público cada vez menos y no por igual. Esto por dos razones principalmente: el espacio urbano está adultificado, construido por adultos, para adultos y vigilado por adultos. Se normalizó la inseguridad en la calle, y por tanto es común que los padres y madres eviten que sus hijas e hijos usen el área de juego de una manera libre, y cuando lo hacen siempre es vigilada por algún adulto, por temor a que estas niñas y niños sean vulnerados. El tiempo libre de la infancia ya no transcurre en la calle, sino que en el área privada, dónde se les compensa, aquellas familias que pueden, en dotar de la mayor cantidad de entretención posible, aunque dejando de lado el factor de sociabilidad, y por tanto de la autoestima.

La segunda razón es por lo que ya han manifestado diversos autores, se debe a que la planificación urbanística ha dejado de lado el diseño de ciudades que contemplen áreas de juegos como una herramienta vital para el desarrollo de la infancia colectiva. Aunque cuando estos espacios se consideran, su uso varía según el género. Las niñas tienden a usar más el espacio privado en juegos de roles, y los niños tienden a jugar más al futbol y realizar actividades deportivas. No porque las niñas no se interesen ni en el futbol ni en las actividades deportivas, sino porque el género y la heteronorma las condicionó a jugar de esa manera. Sumado a esto, los niños tienen mayor autonomía al momento de usar el espacio público, justamente porque al ser niños se les identifica con menor riesgo a ser víctimas de vulnerabilidades, no así las niñas, que, por ser mujeres en desarrollo se ven más expuestas e inseguras y tienden a usar el espacio público sólo en compañía de sus padres. Podemos ver que incluso en los barrios donde hay mayor precarización del espacio público, siempre hay una cancha de fútbol que ha sido usada mayoritariamente por niños.

Al saber estos datos, con el equipo del Quiero mi Barrio, que es dónde actualmente trabajo, diseñamos recorridos barriales y talleres de diagnóstico con niñas y niños, separándolos según su género, y constatamos lo que mencioné anteriormente: efectivamente los niños usan más el espacio público que las niñas, porque su percepción de bienestar es diferente.

Cuando le pedimos al grupo de las niñas que nos mostraran el lugar de su barrio que más las atemorizaba, nos llevaron al pasaje dónde se consumía drogas, mientras que los niños expresaron que no había nada en su barrio que les provocara miedo. Las niñas perciben la inseguridad o la violencia en base a lo que ellas mismas viven o en base a cómo viven sus madres, mientras que los niños, que tienden a contar con mayor autonomía y no necesariamente salen a la calle con sus mamás, probablemente no son testigos con tanta frecuencia de esta realidad.

Además, cuando pedimos que nos llevaran al lugar que más jugaban, los niños nos llevaron a la cancha de futbol por unanimidad, mientras que en las niñas había dos realidades, aquellas que sí usaban los juegos de la plaza y otras que no salían nunca de sus casas. Hay niñas que jamás han usado el espacio público, pero anhelan hacerlo en la misma medida que pueden hacerlo los niños.

Entonces, ¿Cómo planificar espacios de juegos para niñas y niños? La solución no es fácil claramente, porque está decisión está vinculada no sólo a la planificación urbana, sino a una lógica del habitar y de cuidarnos que debemos reformular. No obstante, pienso que desde las herramientas actuales que tenemos podemos partir con lo siguiente:

1. El diseño de barrios debe contemplar la participación de niñas y niños para levantar problemáticas e ideales según su género, porque el género indiscutiblemente condiciona nuestra percepción y nuestra inseguridad en el modo de habitar, incluso de antes de ser conscientes de que el espacio público nos atemoriza.

2. Las niñas y niños deben ser partícipes de los procesos deliberativos y votación de las decisiones que se tomen con la misma preponderancia que los adultos.

3. Las áreas de juegos deben ser espacios que puedan ser usados también por adultos para que padres y madres habiten esos espacios y permitan que más niñas accedan a ellas.

4. Al momento de diseñar plazas y áreas de juego con niñas y niños, que viven en barrios con espacios públicos precarizados, es necesario ayudarlos a soñar, ya que es común que la ausencia de referentes, moldea nuestra imaginación limitándola a crear.

Por tanto, si sabemos que los espacios público son lugares donde el poder se expresa y ejerce, ¿cómo hacemos resistencia social a ese poder, en plena crisis sanitaria? ¿cómo diseñar espacios afectivos y de encuentro social en momentos dónde no podemos encontrarnos?

Aunque no tenemos la respuesta inmediata, somos muchas quienes creemos que se acercan tiempos de cambios que nos favorecerán a nosotras las mujeres, a las niñas y a los niños, quienes por mucho tiempo hemos disputado los espacios para al fin hacer soberanía en ellos.